Por la noche, con la luz apagada, miraba a través de los cristales, entre los conocidos huecos de la persiana.
Sus ropas caían sobre la silla, primero grandes, luego más pequeñas, hasta llegar al ocre color de su cuerpo.
Andando o sentada, sus movimientos tenían la inútil inocencia del que no se cree observado y la imprevista ternura del cansancio.
De quien así, ocultamente deseé, nunca supe su nombre y el romper de su risa es aún el vacío.
(extraído de Memoria de la carne, de Juan Luis Panero)
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